Un buen número de políticos, o aspirantes a serlo, se plantean esa actividad como un emprendimiento económico, destinado a “salvarse”. ¿Cómo les va?
Buenas noticias: 1) No es cosa de mujeres: también hay hombres histéricos. 2) La neurosis histérica puede beneficiarnos, en el amor y en el trabajo.
La neurosis histérica es conocida en el lenguaje común. Pero preferimos el femenino “histérica”, porque tradicionalmente sus síntomas se atribuían a las mujeres —“hüstéra” (ὑστέρα), en griego, significa “útero”. Popularmente, “histérica” es una persona que hace un espectáculo de su ansiedad, y parece haber perdido la razón. Asociamos a la “histeria” con un síntoma parecido a un ataque: “se puso histérica” significa casi “se volvió loca”.
Al principio, los psiquiatras compartían la versión popular, y recetaban a las “histéricas” tratamientos calmantes. De poco servían. Más tarde, un neurólogo francés, Charcot, decidió hipnotizar a las pacientes, e indicarles que, cuando despertaran, debían sentirse calmas y tranquilas. Sin embargo, la experiencia, aparte de algunos éxitos aislados, pareció entrar en punto muerto.
Afortunadamente, un joven médico vienés, Sigmund Freud, se anotó en la cátedra de Charcot, y concibió la idea genial de prestarles atención a las palabras de las enfermas hipnotizadas.
Andando el tiempo, Freud descubrió que ni siquiera la hipnosis era necesaria. Bastaba con que la paciente se recostara en el consultorio, y fuera diciendo lo que acudía a su mente, sin prohibirse nada, por raro o impresentable que fuese.
Su hipótesis era que el paciente no es alguien a quien hay que someter a la vida “normal”; sino alguien que sufre por un motivo que no conoce y que debemos escuchar e interpretar. La cura no debía ser administrada por el psicólogo al paciente, sino buscada por el paciente en sí mismo con la indispensable ayuda del psicólogo.
¿Qué descubrió el psicoanálisis? Que la histeria no es un “ataque”, sino un conflicto entre nuestro deseo de alguien o algo, y una prohibición interna de acercarnos a ese objeto deseado. Es decir: queremos a una persona o deseamos conseguir algo que nos atrae, y al mismo tiempo nos prohibimos acercarnos a ese objeto. ¡Qué raro! Y sin embargo… ¿No conocemos, por ejemplo, a personas enamoradas que no se atreven a acercarse al amado; y, para justificar su inhibición, dan razones inconsistentes: que el otro carece de atractivos, que ya está “ocupado”, que vive lejos, que su religión se lo prohíbe, que es demasiado joven, o demasiado viejo, o demasiado rico, o demasiado pobre, o demasiado exitoso, o demasiado desequilibrado, o demasiado…? Esa prohibición tiene raíces profundas, que no tenemos aquí espacio para explicar, pero que están minuciosamente estudiadas.
Semejante conflicto, rumiado por la mente sin solución, da para que la persona aquejada se ponga ansiosa. Como no puede explicárselo a nadie, ni aun a sí misma, produce los síntomas de que hemos mencionado más arriba: gesticula su ansiedad, se enferma sin motivo físico aparente, o maltrata a objetos e, inclusive, a personas de su entorno.
La tarea a realizar es descubrir cuál es el conflicto: el objeto oculto de nuestro deseo, la prohibición que pesa sobre nosotros si intentamos acercarnos a él, los datos de la realidad que rodean la situación. Luego, habrá que construir una transacción entre el deseo, la ley interna y las posibilidades reales, para que el deseo pueda cumplirse en alguna medida.
Así definido, el conflicto histérico no es, evidentemente, exclusivo de las mujeres.
Además, el proceso de la histeria es, en principio, un instrumento útil para nuestra persona: da la alarma sobre nuestros conflictos y pone en nuestras manos un mecanismo para resolverlos. Cuando ese mecanismo no funciona adecuadamente, sólo vemos el síntoma. La función de un tratamiento psicológico es, justamente, desenmascararlo.
Un buen número de políticos, o aspirantes a serlo, se plantean esa actividad como un emprendimiento económico, destinado a “salvarse”. ¿Cómo les va?
Muchas veces nos encontramos con personas que, aunque no se den cuenta, viven (si eso es vida) con un candado en la boca.
Los discapacitados son el espejo de cada uno de nosotros. Son la prueba viva de la limitación humana, los representantes y los símbolos de nuestra humanidad defectuosa. La diferencia entre un discapacitado y un “normal” es sólo una diferencia de grado, y a veces aparente. A veces, incluso, inversa: un “discapacitado” puede ser nuestro maestro.
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