Resiliencia: ¿cómo se aprende y se cultiva?

La resiliencia es la capacidad para hacer frente a los golpes y carencias de nuestra vida; es el ingenio que aprovecha la adversidad para crear cambios, en nosotros y en nuestro mundo. Pero tenemos que construirla; no es como los dientes, que crecen solos…

La resiliencia no viene “lista para usar”. Empezamos a ejercitarla en el acto de nacer, y a partir de ese momento la vamos modelando.
Antes de nada, aprendemos el primer principio básico: frente a la limitación o al golpe (“trauma”), no hay que quedarse demasiado tiempo quieto, ni durmiendo ni llorando. En la quietud acechan golpes mayores y, en el fondo, la melancolía y la muerte. Al nene que, intentando caminar, se cae, no lo abandonamos: lo consolamos, pero lo colocamos de vuelta en su campo de pruebas, para que se anime a seguir intentando. La respuesta esencial de la resiliencia frente a la adversidad es ocuparse de ella.
Pero no podemos operar con la adversidad a pura fuerza de voluntad individual. Si queremos resiliencia, nuestro segundo principio básico es que tenemos que reunir y combinar recursos para aprenderla.
El náufrago, arrojado a la isla desierta, no busca ante todo salir de allí de una vez. Lo que primero busca es dormir; después, comer y beber; por fin, abrigarse y curar sus heridas. Un insumo básico necesario para la resiliencia es, por lo tanto, que empecemos por cubrir, aunque sea precariamente, nuestras necesidades vitales. Una chica que ha quedado embarazada sin querer no necesita, ante todo, sermones ni leyes que le prohíban o permitan el aborto; necesita comida, agua y techo, para poder pensar libremente qué hacer.
Otro alimento esencial de nuestra resiliencia es un inteligente amor por nosotros mismos, que nos permita reconocer y usar nuestros recursos personales. Hace unos veinte años me visitó un jugador de fútbol que venía de hacer una carrera brillante en Boca Juniors. Quería que le enseñara oratoria, y así lo hice. Hoy es un reconocido periodista y comentarista deportivo —muchos lectores sabrán ya sobre quién escribo. ¿Qué logró hacer? Una operación de resiliencia. Sabía que su tiempo de jugador se terminaba: se le venía encima una pérdida traumática. En vez de abandonarse a la nostalgia, buscó en sí mismo, y encontró deseo y capacidad para la comunicación. Y enfrentó la pérdida creando en sí mismo una dimensión nueva.
Falta hablar de un material tan necesario como los dos anteriores para construir resiliencia. Nadie aprende a sobreponerse a los golpes si está solo. Necesitamos una red tejida con amigos, parientes, amores, conocidos, espectadores, incluso competidores o adversarios. No sólo para que nos ayuden. También para hablar y pensar la situación adversa; para diferenciarnos frente a ella y combinar nuestras diferencias; para animarnos y entusiasmarnos; para ponerle humor a la catástrofe. La energía que mueve la resiliencia es el amor creativo, el afecto entre quienes reconstruyen algo juntos. Se la conoce desde antiguo —los griegos la llamaban Eros; los romanos, “affectio societatis”—, y hoy la vemos en todos los niveles sociales. Ese cariño social es el que rodea de amigos al abandonado, el que restaura la historia de nuestros antepasados, el que tiende manos a un discapacitado, o el que organiza a un pueblo para combatir a un gobierno tiránico.
Necesidades básicas cubiertas, descubrimiento de nuestros propios recursos, comunicación y trabajo en común. Con esos materiales, la resiliencia crea sus soluciones.
¿Cómo manejar esos materiales en nuestro interior, para que el proceso de la resiliencia sea cada vez más pleno y creativo? De eso me ocuparé en un artículo próximo.

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