Resiliencia: Cómo reconstruirme ante la adversidad

¿Cómo llegó Borges, ciego, a ser uno de nuestros más grandes escritores? ¿Cómo pudo el físico Steven Hawking luchar 55 años con una parálisis progresiva, mientras descifraba la historia del Universo? ¿Cómo lograré yo reconstruirme y crecer a pesar de privaciones y catástrofes?

Ser resiliente (“resiliens”) significaba, para los romanos, ser capaz de rebotar.
Así usaron la palabra los físicos modernos: un objeto es más o menos “resiliente” si, cuando es deformado por una presión que lo comprime, puede luego recobrar su forma, tamaño y demás características. Si pateamos una pelota, por ejemplo, cambiará de forma, tamaño y temperatura, pero recobrará enseguida su estructura de antes y podremos seguir pateándola.
Pero no todas las cosas tienen la misma resiliencia que una pelota. Si pateamos una maceta con una plantita de azaleas, la maceta podrá quebrarse, y la plantita, un ser vivo como nosotros…, morir.
¿Cómo vivimos nosotros la resiliencia?
Podemos recibir patadas, como la pelota; pero, enfrentamos agresiones mayores: el hambre, la pobreza, la guerra, el contagio, el desastre ecológico, la mala suerte. Además, recibimos golpes psíquicos: pérdidas, abandonos, frustraciones, maltratos, abusos, calumnias, humillaciones, o la convivencia con las patologías psicológicas de otras personas.
También nos golpean ciertos cambios que no podemos prever, ni evitar: algunos son biológicos, como el nacimiento o la vejez; otros culturales, como la emigración, la opresión política o la discriminación.
Todos esos golpes y carencias tienen un nombre común: son “traumas” (en griego, “heridas”).
Esteban, un veterano de la guerra de Malvinas, me narra que era tal el hambre y la sed de los soldados, que se lanzaban a beber en cuatro patas de cualquier charco, y se veían forzados a comer carne de oveja en descomposición; en el caso de Esteban, la resiliencia supera un hecho traumático. En los casos de Jorge Luis Borges y Stephen Hawking, que citamos al principio, la resiliencia ayuda a desarrollar y conservar las capacidades de una persona a pesar de un trauma permanente o creciente: la enfermedad.
La resiliencia será, entonces, la capacidad para recobrarnos de un trauma. Gracias a ella lograremos dos cosas: a) luchar contra el trauma, hasta convertirlo en algo menos dañino o incluso beneficioso; b) aprovechar el trauma para introducir cambios en nosotros mismos, de forma que podamos crear y hacer aprendizajes.
Es posible que la resiliencia nos sea insuficiente. O que una persona, queriendo superar un trauma, termine complicando su situación. El hombre que pierde a la mujer amada en un accidente puede terminar asesinando al dueño del vehículo agresor, o buscar el olvido a través de alguna adicción, o manejar su auto en forma riesgosa buscando inconscientemente la muerte.
¿Cómo hacer para aumentar nuestra capacidad de resiliencia? Voy a detallar ese tema en un artículo próximo. Pero, por ahora, tengamos algo en claro: frente a un golpe o a una limitación, sentiremos dos impulsos opuestos.
De un lado, el deseo de luchar y “salir adelante”, rebotar.
Del lado contrario, el desánimo, la tentación de rendirnos, la ilusión de que “no queda otra” que darnos por vencidos. Es ahí donde está el peligro.
Si queremos incrementar nuestra resiliencia, el primer ejercicio será detectar en nosotros mismos esas ganas de “tirar la toalla”, de considerarnos víctimas de la adversidad, sin recursos. Se nos ocurrirán mil razones para achicarnos: que la pandemia, que la edad, que no es momento, que no tengo dinero, que me han abandonado, que estoy demasiado triste… Que ninguna de ellas nos engañe. Todos somos creativos. Siempre hay caminos para rodear los obstáculos, para conseguir metas intermedias, para construir lo que no tenemos.

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