Psicólogo: detective, no juez

“Dicen los psicólogos que la culpa de todo la tienen las madres”. “Dice mi psicólogo que nos llevemos mal por culpa tuya”. “Dice mi psicólogo que mis problemas en el trabajo suceden por culpa mía”.

Culpa, culpa… Examinemos de cerca esa palabra, y reemplacémosla cuando no corresponda.
Planteémonos algunos casos, que nos ayuden a aclarar las ideas.
Comencemos por el de Edgardo, un muchacho que padece de hemofilia: la coagulación de su sangre es defectuosa y lenta y, en consecuencia, está expuesto a que sus heridas tarden en cerrarse, y a sufrir hemorragias. Ahora bien: Edgardo es hemofílico porque su mamá, Marta, es portadora del gen de esa enfermedad, aunque en ella no se manifiesta porque está en posición recesiva. Cuando, en la concepción de Edgardo, se combinaron los códigos genéticos de Marta y de su esposo Felipe, el gen materno de la hemofilia se transmitió a Edgardo y además, por desgracia, dejó de ser recesivo y quedó colocado como dominante.
Por desgracia, dijimos. ¿Acaso Marta tiene la culpa de la hemofilia de su hijo? Nadie afirmaría semejante barbaridad. Estamos en el terreno de la biología y sus leyes, no de la psicología. Podemos hablar de causas, no de culpas.
Tomemos ahora un caso muy diferente. Él y ella forman una pareja y deciden no tener hijos. Pero sucede que, a pesar de las precauciones, ella queda embarazada. A regañadientes, constreñidos por las normas de sus respectivas familias de origen, dan curso al parto y a la crianza de su hijo. Pero esa crianza se convierte en un proceso siniestro: el chico es abandonado, maltratado, sometido a exigencias y privaciones arbitrarias. Se le hace pagar, con sufrimiento, las consecuencias de haber roto el proyecto de sus padres.
Si ese chico crece defectuosamente, contrae enfermedades, o desarrolla una personalidad psicopática, ¿no será justo que atribuyamos esos efectos a la culpa de sus padres? Claro que sí: estamos en el terreno ético aquí, el campo del bien y el mal, de la ley moral que protege la vida.
Vayamos ahora al terreno de la psicología. Aquí los hechos son menos transparentes.
Damián es un joven abogado, ilusionado con su profesión, interesado en derecho penal y asuntos de familia. No obstante, un síntoma lo jaquea desde su infancia: la tartamudez. Exposiciones, mediaciones, negociaciones, alegatos, son todas experiencias frustrantes: da la imagen de indeciso, desorientado, impotente, a pesar de ser solvente y lúcido.
En el tratamiento psicológico, descubrimos que su madre desarrolla una importante actuación política, con presencia mediática frecuente. Ella ama tiernamente a su hijo, pero se ha angustiado, desde la infancia de Damián, por el síntoma de la tartamudez, lo ha rodeado de otorrinolaringólogos y fonoaudiólogos, ha supervisado obstinadamente en casa los ejercicios que esos profesionales sugerían, y ha lanzado a Damián a una serie de eventos sociales, creyendo que de ese modo su lengua se desataría.
La mamá de Damián, ¿es culpable de su tartamudez? De ningún modo: éticamente, se ha preocupado por su bien, de buena fe. Pero sí podemos decir que la obsesión de la madre ha contribuido, como una causa más, a la aparición y desarrollo de la tartamudez.
Esa es, justamente, una característica de las relaciones psicológicas. Ayudamos o perjudicamos los demás, a partir de nuestros afectos y deseos, aunque no nos demos cuenta de ello. No hay culpa en psicología, pero sí causalidad. Siempre influimos en los demás. Todo lo que podemos hacer es ir aclarando cómo influyen los demás sobre nosotros, y trabajar para que las personas que amamos no sufran de nuestra parte influencias que les hagan daño.

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