Psicología del amor: ¿cómo descubrir el fuego sin incendiarse?

Hay distintos tipos de amor que se entrecruzan en nuestra vida. Cada uno es necesario y es fuente de una felicidad particular. El problema es que alguno de esos tipos de amor se infle, se hipertrofie, se vuelva una amenaza.

Son las siete de la tarde. Jaime acaba de llegar al departamento en que convive con Elsa, contento y con unos deseos enormes de hacer el amor. Se abrazan… pero no se “confunden en un abrazo” de telenovela. Los dos notan, un poco sorprendidos, que el abrazo es desparejo. Se produce un silencio, los cuerpos se separan levemente y quedan inmóviles, como en suspenso. Y entonces Elsa habla: “Pará, Jai…, pará un cachito. Es que no…, no tengo ganas. Lo que pasa… Mirá, amor, lo que pasa es que hoy quisiera que nos abrazáramos fuerte, nada más, y que nos hiciéramsos mimos, despacio, suavecito... ¿Sí? ¿Dale? ¿No te enojás?”.
¡Qué momento!
¿Qué está sucediendo? Tienen una relación entrañable desde hace años, mucho antes de la convivencia. Ya han hecho el amor muchas veces, con placer y alegría. ¿Y entonces?
Nada grave: ni Elsa se ha enterado de que está enferma, ni Jaime quiere compensarse en media hora de todo un día de trabajo frustrante, ni a Elsa le ha dado un ataque de histeria, ni Jaime es un tirano abusador, ni Elsa ha descubierto que Jaime la engaña, ni Jaime es un maniático sexual.
Lo que sucede entre las personas de nuestra escena es algo normal, previsible. Es que están experimentando modalidades diferentes del amor, y esas modalidades en ese momento no coinciden. De un lado, el impulso pasional; del otro, el deseo de cariño, cuidado, ternura.
La ternura y la pasión son indispensables, las dos. Se alternan en el estado de ánimo de cada persona de la pareja. A veces, maravillosamente, coinciden: es entonces cuando la relación sexual es también una explosión de ternura; o, a la inversa, los mimos dados y recibidos se apilan en un aluvión de felicidad tal que la pasión fluye.
Otras veces, las personas que se aman están en momentos opuestos, no sintonizan entre sí, como en la situación que nos ocupa.
En ella, lo peor que podría pasar es que Jaime y Elsa no trataran de averiguar, respectivamente, qué le está sucediendo al otro. Porque si hablan, van a poder colocar ahí, en su discurso, el problema que tienen, examinarlo, ir buscándole una solución. Jaime, por ejemplo, puede cambiar de rumbo y preguntarle a Elsa cómo le ha ido en el día, cómo se siente. Todo esto mientras la abraza, le acaricia el pelo, le besa el entrecejo. Elsa puede hacer su parte: interesarse por el trabajo de Jaime, piropearlo un poco, inclusive tranquilizarlo con alguna variante del “ahora no me sale, ya se me va a pasar”.
Por desgracia, muchas veces la situación toma, en cambio, el rumbo contrario. Jaime puede considerarse ofendido y recluirse en su celular; puede reprochar: “yo sabía que esto iba a pasar cuando viviéramos juntos”, “vuelvo muerto del laburo y mi mujer no existe”, etcétera. Elsa, a su vez, puede desbarrancarse: “me dejás sola todo el día, y cuando venís lo único que te interesa es usarme”; o dañarse a sí misma: quitarse el maquillaje, ponerse un camisón viejo y acostarse a llorar. Y la cosa puede ir escalando: un “entonces chau, me voy a ver si paso un buen rato en algún otro lado” de Jaime, o el clásico “¡¡¡no me toqués!!!” de Elsa, si Jaime intentara la reconstrucción.
Terribles dramas, y frecuentes. Temas para terapia.

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