La escuela no es un depósito, ni un trámite, ni una inyección diaria.

Si los Docentes, los Padres y los Directivos se distraen en sus rincones, los chicos se perderán sin remedio.

Desde el Jardín hasta el Secundario, el objetivo central no está claro. Muchos Docentes, Alumnos, Padres y Directivos ni siquiera se lo preguntan, arrollados por la necesidad de sacar adelante los problemas del día. El objetivo se da por sobreentendido. Se dicen palabras: “enseñar”, “educar”, “aprender”. En la práctica, se establecen objetivos extraviados: entretener (“me gusta la maestra del nene porque es divertida”), disciplinar (“ya vas a ver: en el colegio no vas a contestar como me contestás a mí”), complacer (“hasta que no me termines la tarea, ni me hables”), cumplir con un trámite (“a ver si me saco de encima esa materia”).
Creo que, hoy, el objetivo de la Escuela es que los Alumnos aprendan algo difícil pero esencial: cómo se hace para aprender.
Cómo ser capaces de aprender lo que sea: lo que el mundo vertiginoso les vaya poniendo delante, en sus setenta años (promedio) de esperanza de vida.
Ninguna otra institución puede capacitar para eso. En todos los campos: cómo se aprende a pensar, a procesar información de cualquier ciencia, a dominar lenguajes; cómo se aprende a formar equipos y comunidades, a hacer política y acción social; cómo se aprende a manejar herramientas y producir objetos; cómo se aprende a interpretar y cultivar el cuerpo y las emociones.
Si admitiéramos el objetivo central anterior, tendremos que cuestionar seriamente el funcionamiento de los roles escolares.
Un equipo es fuerte y dinámico cuando está bien estructurado. Esa estructura eficiente se basa en dos pilares: 1) Un mismo objetivo central, bien claro, para todos. 2) Un conjunto de roles, diferenciados y con relaciones mutuas bien definidas, llevados adelante por las personas del equipo.
Los Padres ya no podrían simplemente depositar a sus hijos. Deberían interesarse en el plan de estudios de la Escuela en los métodos de trabajo de enseñanza. Con respecto a exámenes y tareas, no se centrarán en su dificultad o complicación, sino en investigar si sirven también para aprender. Para colaborar, lo central no será juntar fondos ni organizar eventos; lo central será ofrecerle a la Escuela experiencias educativas que sus Docentes no puedan brindar. Vale más un padre que ayuda al profesor de educación física a trabajar con un deporte en el que el padre es profesional, que su aporte de tiempo para atender el kiosco de una kermesse. Valen más unas clases de iniciación a un idioma que el Docente no domina (el chino, por ejemplo), aportadas por una madre que lo habla como nativa, que su colaboración en una venta de rifas. Un grupo de padres que se reúne para pedir que los chicos hagan tal o cual aprendizaje, vale más que un conjunto de padres que se aliena en un “grupo” de whatsapp.
Pero, entonces, los Docentes tendrán que volver a buscar su rol: crear y organizar procesos de aprendizaje, liberados de papeleos o pasatiempos. Tendrán que revisar si ellos mismos son capaces de aprender, en vez de repetir. Empezarán a disfrutar del placer de enseñar, más gratificante que el de controlar, o el de lograr que “no se hagan olas”. Contagiarán su entusiasmo a los alumnos, que están siempre, más allá de cualquier apariencia, ávidos de aprender.
Los Directivos, finalmente, cumplida la función de asegurar las condiciones de subsistencia de la Escuela, podrán, dedicarse a su tarea esencial: facilitar a los Docentes sus esfuerzos por producir aprendizaje, y guiar a los Padres hacia la Escuela, que no es un locker oscuro y desconocido, sino un horizonte que deben ayudar a construir.

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