Empresa en llamas: ¡Llamen a un psicólogo!

Una “acertada” combinación de patologías puede arruinar la rentabilidad de un negocio.

La carnicería “El bife mágico” es chica pero valiente. Funciona con cuatro roles y cinco personas: el dueño, Ariel, se encarga de comprar la carne, conseguir clientes y vigilar la operación; el amigo de confianza del dueño, Rodolfo, maneja la caja y responde los pedidos telefónicos; dos empleados atienden y uno lleva pedidos a domicilio. La inversión inicial es un préstamo del tío materno de Ariel.
El negocio es impecable. Por supuesto, hay que sortear obstáculos monstruosos: la inflación argentina, la recesión, la voracidad impositiva, la burocracia, las trampas de la legislación laboral. Pero los integrantes de esta “pyme” son, justamente, argentinos, entrenados desde chiquitos para esas aventuras. Además, son inteligentes y tienen capacidad de trabajo.
Empieza la actividad, y durante los primeros tiempos todo funciona bien. Sin embargo —¡epa! —, tres o cuatro meses más tarde, la venta se va estancando; en el segundo semestre, empieza a caer. Ariel se retuerce las manos, empieza a dolerle la boca del estómago, tiene encontronazos con su mujer en casa por tonterías. Los empleados, incluido Rodolfo, ven peligrar sus puestos. Los clientes ralean. Un mal día, Ariel termina desesperándose, y Rodolfo enojándose violentamente, porque la empresa se ha convertido en un puñado de deudas impagables.
¿Qué ha pasado?
Algo tan poco visible que los actores, y los observadores comunes, no han podido registrar.
Miremos a Ariel, por una parte. Ariel hizo su trabajo con ilusión; arriesgó dando por seguro que el futuro iba a recompensar sus sueños, tanto que no peleó los precios al comprar, no aseguró el cobro a los clientes, invirtió sin calcular el retorno. Convencido de que “El bife mágico” sería la cadena de carnicerías más grande de Buenos Aires, desparramó entusiasmo, sin verificar demasiado si se justificaba. Tiene un padre trabajador, pero que nunca ha pasado de ser un empleado; Ariel consideró que la vida le daba la oportunidad de superarlo y al mismo tiempo darle una alegría.
Observemos ahora a Rodolfo. Su afecto y reconocimiento hacia Ariel son auténticos. Ariel es quien ha creado la oportunidad, quien ha pensado en él. Rodolfo, hijo de una familia pobre, no hubiera tenido medios para el emprendimiento. Inmediatamente, Rodolfo se carga con una doble responsabilidad: que el negocio funcione, y que Ariel no lo arruine con su imprevisión. Ahora bien: Rodolfo es buen administrador, pero ama controlar todo lo que tiene a mano. Y es mal vendedor, porque concibe a los clientes como gente inescrupulosa que quiere comprar sin pagar; es mal compañero porque define a los demás empleados, a priori, como perezosos y ladrones. Las consecuencias no se hacen esperar: los clientes que Ariel consigue, Rodolfo los aleja, por inflexible; los descuentos no existen, la “yapa” al cliente fiel tampoco, los pagos no se negocian, los salarios se retacean. Si Ariel vive entusiasmado, Rodolfo vive en guardia. Ariel crea burbujas; Rodolfo las pincha, pero no puede crear nada sólido en su reemplazo.
Extraviados por sus respectivas patologías, Ariel y Rodolfo se han coordinado para lograr la ruina de su emprendimiento.
Para que haya aprendizaje, y no tragedia, habrá que ayudarlos a hacerse una pregunta verdadera: ¿qué pasa con nosotros?
Mientras no tengan a alguien, ajeno a la carnicería, cuya profesión sea detectar problemas psicológicos individuales y grupales, y darles un tratamiento adecuado, no podrán hacerse esa pregunta, y pensar qué deben cambiar. Por muchos contadores, economistas, colegas o expertos en coaching que consulten.
Un psicólogo, desde su punto de vista especial, también está para ocuparse de los negocios.

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