El miedo es un amigo. En vez de enfrentarlo, tratemos de hacerlo hablar.

Hay miedos normales, y otros que son fobias, ataques de pánico, estados de ansiedad, o disfraces de otras dolencias. Ninguno carece de motivo.

Lucía tiene veinte años y vive en Buenos Aires. Su vida es normal. Sólo hay algo que la molesta: no puede viajar en subte. Le da rabia ese miedo: un subte es menos riesgoso y más rápido que un colectivo, y cuarenta veces más barato que un taxi. Sin embargo, cada vez que se ha visto obligada o se ha obligado a encarar un subte, todo le pega en el estómago: las escaleras mecánicas que toman posesión del transeúnte, los trenes vertiginosos, el chasquido de las puertas herméticas; y siente náuseas, las cosas pierden color, y trastabilla mareada, transpirando sudor frío.
Le han sugerido ejercicios para calmarse: observar a la gente, respirar hondo, oler un pañuelito perfumado, relajar los músculos, concentrarse en su celular… Es inútil.
Entonces Lucía decide tomar al toro por las astas. Consulta a un psicoanalista. Para su sorpresa, él toma en serio su miedo y le pregunta por qué se obstina en viajar en subte. Entonces Lucía se da cuenta de que, en realidad, lo que quiere es saber. ¿Qué sucede tras ese síntoma? Si la enoja, es que se siente desafiada.
El psicoanalista le sugiere que continúe; que “se deje hablar” acerca de lo que pasa por su mente. A ella se le ocurre que, después de todo, lo del subte no es tan importante; sólo le molesta no poder usarlo para ir a clase a la Facultad de Medicina, porque la dejaría casi en la puerta, y en minutos. “Así que estudiás Medicina”, comenta él. Ella se deja ir y asocia con su interés desde chiquita, cuando jugaba a la doctora antes que a la mancha o a la escondida. Recuerda entonces un maletín, lleno de cajitas, sobres, papeles, y lo que ahora identifica como placas radiográficas.
El tratamiento deriva, alejándose del motivo de consulta. Lucía quiere irse de casa de sus padres. La relación es buena; siempre la han cuidado, y la han sostenido en sus aprendizajes. Vive con su madre y su padre. Bueno, en realidad, su padrastro. El padre ha muerto, cuando ella era chiquita. Su padre —“bueno: mi padrastro”— apareció en casa tiempo después. No recuerda mucho. Nunca preguntó sobre aquella muerte, y su madre tampoco sacó el tema. “¿Y el maletín?”, pregunta el psicoanalista. “¿Qué maletín?”, responde Lucía. “Ah… No sé, creo que se perdió cuando nos mudamos, hace unos diez años. ¿A qué viene el maletín?” “Bueno: vos lo mencionaste, cuando hablabas de tus juegos de chiquita.”
Entonces se desencadenan intuiciones, recuerdos. Sí: hay preguntas fundamentales: ¿por qué, cómo murió su padre?, ¿qué actitud y qué papel jugó su madre frente a esa muerte?, ¿por qué jugaba Lucía con el maletín?, ¿quién y cómo era su padre?, ¿qué busca hacer Lucía con respecto a esa historia? ¿Por qué está estudiando Medicina?
Un mes más tarde, Lucía se ve envuelta en una animada charla a la salida de la Facultad; camina con sus amigos, entra con ellos en la boca del subte y, cuando quiere acordarse, está poniendo la tarjeta en el molinete y metiéndose con ellos en un vagón. La fobia ha empezado a aflojar. El descenso al subte ya no da tanto miedo, al mismo tiempo que el descenso a su historia y a sus decisiones inconscientes ha empezado a aclararse. El pacto familiar de silencio se debilita. Con él, el miedo al subte.
“El miedo no es zonzo”, dicen en el campo. Tienen razón.

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