Discusión: a propósito del piropo

Quiero participar a todos el estado de un debate que tuvo como punto de partida la crítica del piropo, y no sólo derivó hacia temas candentes y profundos, sino que fue tan polémico como respetuoso.

Mi opinión fue la primera, y luego intervinieron (por orden alfabético) Federico Álvaro, Eduardo Assenato, Cristina Silvia Ballari, Santiago Cardarelli, Juan Martín Carvajal, Meri Cassina, Victoria Cenoz, Flor Fontán, Joaquín Fontán, Guido Glorioso, Alejandra González, Cristina Gutiérrez de Pappalardo, Ana Lowry, Roberto Otero, Coralía Ríos y Nicolás Salituri.
Un debate tiene sentido si amplía el conocimiento que tenemos de un tema. De tres maneras: a) criticando constructivamente lo que dicen los demás: distinguiendo allí lo que consideramos verdadero, dudoso, o falso; b) agregando experiencias e ideas a la conversación; c) lo más importante: descubriendo qué preguntas habría que hacerse sobre el tema, qué es lo que no sabemos y nos ayudaría a comprenderlo.
Mi papel, en este texto, es analizar y sintetizar lo que hemos dicho hasta ahora; es encontrar coincidencias, discrepancias y preguntas clave que puedan hacer avanzar el tema.
Ante todo, varios participantes se alegran de que el tema pueda ser discutido en paz. Parecería que no sólo hay voces que prohíben el piropo, sino incluso discutir sobre él… Ocuparnos del tema es, entonces, luchar por la libertad de preguntar, pensar y hablar, y contra la dictadura del pensamiento único, lo políticamente correcto y las barras bravas de la opinión.
Por un lado, hay un grupo de opiniones que censuran el piropo, cuando es dicho por un hombre a una mujer.
Desde esta posición, el piropo es interpretable por las mujeres como una agresión intencional, ligada a las prácticas de maltrato, violación y asesinato de mujeres por parte de hombres a lo largo de la historia; de la misma forma como, en algunas sociedades, las personas de raza negra conservan actitudes defensivas u ofensivas contra los blancos, aunque sus intercambios actuales puedan ser pacíficos. Los hombres, hoy, empatizando con las víctimas de aquellas heridas históricas, deberían abstenerse de piropear a las mujeres, y no deberían ofenderse cuando éstas rechacen los piropos.
Por otro lado, otras opiniones consideran que el piropo es una práctica social buena y deseable, tanto destinado a las mujeres como a los hombres. Claman por el piropo, porque, lo ven como un halago y una valoración. Rescatan su carácter espontáneo y quizá bienintencionado, que lo hace auténtico. Desde esa óptica, un piropo es mucho más hermoso e intenso que un “me gusta” informático: involucra al cuerpo, es vivo, directo y personal.
Siguiendo esa línea, varias personas sugieren un criterio más profundo. La discusión no es “piropo sí – piropo no”. La cuestión es cómo eliminar la violencia y la dominación, permitiendo al mismo tiempo la expresión espontánea de la admiración y la atracción por el otro. Queremos una sociedad en la que tanto los hombres como las mujeres tengan el mismo acceso al poder y al respeto; eso no se consigue eliminando el piropo, sino creando condiciones económicas y sociales de igualdad y libertad de expresión. La prohibición simple y llana de las expresiones de admiración y atracción no conduce de por sí a valorar a las mujeres; es simplemente represión, pariente del totalitarismo, y regresión a épocas en que las mujeres eran aún más humilladas que hoy.
Un piropo, se afirma, no tiene el carácter criminal de, por ejemplo, una violación. Si consideramos sus extremos, puede ser tanto el preludio de un acoso como un placer compartido: admirar/desear y ser admirado/deseado. O puede estar en cualquier punto más o menos cerca de esos extremos: no deberíamos ser binarios o extremistas en ese terreno. En ese sentido, se señala que, para que un piropo no haga daño, es importante buscar que la edad y condiciones del destinatario no lo conviertan en una víctima: cuidar de que el contexto permita que sea bien recibido.
Nuestro valor, como hombres y como mujeres, parece jugarse en dos planos. Por un lado, en el plano de la igualdad justa de oportunidades sociales, intelectuales y económicas. Por otro lado, en el plano emocional: somos valiosos porque somos capaces de ser queridos. El piropo tiene sentido si es signo de esa valoración emocional, de que somos elegidos como objeto de admiración (“¡ídolo/a!”), afecto (“quedate un rato más, ¿querés?”), amor y atracción sexual (“estoy muerta/o por vos”). Una mujer que goce de igualdad de oportunidades con respecto a los hombres no va a dejar, por eso, de desear que le digan, por ejemplo, que es hermosa. Un hombre con logros económicos, intelectuales o artísticos también será infeliz si nadie le dice palabras de elogio y afecto porque sí, más allá de aquellos logros.
Aquí no terminan nuestras reflexiones. Seguimos preguntándonos (textualmente): “¿Por qué el piropo, que podría ser un halago, se transforma tan fácilmente en una agresión, en nuestro medio?” “¿Será el intento de ser gracioso y original lo que corrompe el piropo, y cambia su intención principal?” “¿Será la inseguridad de quien lo dice, su miedo al rechazo, lo que hace que el piropo empiece por querer halagar y termine insultando?”
La puerta a la discusión respetuosa y libre queda abierta.

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