Discapacitados somos todos. ¿Cómo enfrentarlo?

Los discapacitados son el espejo de cada uno de nosotros. Son la prueba viva de la limitación humana, los representantes y los símbolos de nuestra humanidad defectuosa. La diferencia entre un discapacitado y un “normal” es sólo una diferencia de grado, y a veces aparente. A veces, incluso, inversa: un “discapacitado” puede ser nuestro maestro.

Los discapacitados no son una especie inferior de gente, a quienes los normales deben mirar con respeto y voluntad de ayuda, y de quienes conviene apartarse en cuanto la buena educación lo permita.
Si investigamos en la imagen que cualquier persona normal tiene de sí misma, veremos aparecer, tarde o temprano, un aspecto de sí misma que la avergüenza, algo que parecen tener todos los demás y ella no, algo que todos parecen saber hacer y que a ella no le sale.
Eso es, justamente, lo que les sucede a los que llamamos discapacitados. Pero también a todos nosotros. Claro: las diferencias son evidentes; no es lo mismo no poder ver o caminar, que tener la nariz torcida o no poder pronunciar la “r”. Sin embargo, desde el punto de vista psicológico, el color de la angustia es siempre el mismo. También —esto es lo que nos da esperanza— los modos de trabajar esa angustia tienen un parecido asombroso.
Un modo básico de enfrentar nuestras discapacidades es advertir una trampa inconsciente en la que es muy fácil caer. Si nos observamos con cuidado, veremos que la discapacidad específica que padecemos nos lleva a considerarnos incapaces absolutamente; incapaces de todo, no de ciertas cosas o en cierto campo. Una mujer privada de la audición puede desesperarse, y pensar que nunca podrá comunicarse verdaderamente ni evitar los peligros que puedan eventualmente acecharla. Pero también existe el hombre que, convencido de que su baja estatura lo hace despreciable, se desespera por acercarse a la mujer hermosa (y más alta) a quien desea, pero se abstiene de hacerlo porque anticipa un inevitable rechazo (que puede perfectamente no ocurrir). Si una española espera hablar inglés como las inglesas para buscar trabajo en Inglaterra (y las hay: yo he tratado con varios casos), espera lo imposible; la posición articulatoria inconsciente de su aparato fonador siempre la delatará como extranjera. Tiene una discapacidad lingüística parcial, pero la angustia la lleva a percibirla como una incapacidad total, y la inhabilita justo en un campo que no tiene nada que ver con el problema.
Conclusión: advertir el fantasma de la incapacidad, “prender la luz”, darnos cuenta de que nos enfocamos concretamente en una sola discapacidad específica. Y, entonces, buscar, de todos modos, formas de conseguir lo que deseamos: 1) aceptándola y abrazándola, 2) disminuyéndola o compensándola, o hasta —quizá— 3) sacando partido de ella.
Es bueno que el tartamudo no se prive de decir lo que quiera y sienta; no importa que lo diga tartamudeando. También es bueno que busque disminuir su tartamudez, con tratamientos que no sean crueles y vayan a las causas de la discapacidad. Es bueno que compense la dificultad para hablar, para disminuir el nivel de angustia y desinhibirse; por ejemplo, publicando sus ideas por escrito, grabándolas en video para no tener que enfrentar siempre a un público directo, o trabajando con lenguajes alternativos: la postura y el gesto, la música, las imágenes. Es bueno, inclusive, que, cuando se dirija al público, se permita, si quiere, hablar de su tartamudez; si lo hace manifestando preocupación por que sus oyentes lo entiendan, e incluso con sentido del humor; el público hará inmediatamente alianza con él y, en definitiva, la tartamudez disminuirá más aún.

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