¿Cuarentena infinita? Caminar entre dos precipicios.

¿La cuarentena es un carcelero mentiroso? ¿Una siesta sin despertador? Desde la psicología, hagamos un mapa de nuestras vivencias, que sirva para orientarnos.

El escenario temible es, naturalmente, el contagio. Pero si logramos esquivarlo a través de la cuarentena, otro peligro nos acecha: el derrumbe económico. El mundo venía ya frenándose antes de la pandemia; y Argentina caía por el tobogán: caída de la actividad, desocupación, inflación… Resultado: la mayor parte de los que sufrimos la pandemia estamos también sin trabajo, sin dinero, sin tecnología para construir trabajo, y sin datos sobre el futuro.
Es bastante lógico, entonces, que mucha gente rechace o esquive la cuarentena. Muchos tienen que salir cada día a conseguir la “moneda” para sobrevivir. La pandemia es sólo una variante más de la muerte que los acecha en forma de desnutrición, enfermedad e ignorancia. Su lucha es oscura y deslucida. Pero es psicológicamente sana: es el intento cotidiano de ganar veinticuatro horas más.
También, extrañamente, hay gente que se arriesga a la pandemia aunque no lo necesite.
Ante todo, existen los héroes: los médicos, enfermeros y demás trabajadores que cuidan de nosotros; aunque carezcan muchas veces de instrumental y protección, porque el Estado no los cuida. Los anima esa increíble cara del amor que es el deseo de jugarse por el que sufre.
Por otra parte, hay quienes se ponen en la boca del lobo de pura bronca: la pandemia es un agresor sin rostro, y ellos salen a enfrentarla como David a Goliat, porque viene a aplastar sus legítimos deseos de amor, poder, conocimiento, aventura. Si la cuarentena no los deja salir, pueden terminar enojándose con las personas que los rodean, o incluso consigo mismos, enfermos de impotencia.
Otra construcción imaginaria: hay personas que, apenas perciben que la situación amenaza el cumplimiento de sus objetivos, decretan que la pandemia no existe. Intentan no pensar, no sentir acerca de ella. O bien desenmascararla: la pandemia es una maniobra bélica internacional, es la monstruosa operación de marketing de una vacuna nueva, es un refinamiento inútil más en la sociedad de consumo, es una cortina de humo para cubrir noticias peores... Es posible que esas teorías sean verdaderas; pero ¿vale la pena intentar demostrarlo arriesgando la propia vida?
En el otro extremo, una buena cantidad de gente acata la cuarentena, porque pueden hacerlo, y les parece de sentido común.
A algunos de ellos el encierro, en principio, es un alivio, unas vacaciones inesperadas. Después, ese placer se va cargando de sueño excesivo, falta de energía, desaparición de hábitos útiles, descuido; la situación puede derivar en parálisis o anestesia de los deseos, y una inmovilidad acompañada de embotamiento y, más adentro, de angustia. “En el fondo está la muerte”, como escribió Cortázar. Podemos salvarnos del coronavirus, pero enfermar de depresión y melancolía.
Y, por fin, sí que hay gente que hace la cuarentena y está contenta. Lo que los hace felices es el hecho de que la cuarentena les ha permitido hacer ciertas cosas que en tiempos normales estaban postergadas: ocuparse más de sus hijos, tonificar la vida sexual de la pareja, arreglar su casa, estudiar, leer, pintar, escribir, organizar juegos, cuidar su salud y su cuerpo, o incluso idear nuevos campos de trabajo. Han logrado crear un territorio nuevo de satisfacción, han logrado embarcarse en un aprendizaje.
En resumen, la situación económica no es garantía de una buena vivencia de la cuarentena. La garantía es que, pobres o ricos, podamos seguir peleando por la vida, sin tirar la toalla, pero sin creernos ni la mujer maravilla ni el hombre de acero.

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