Cualquiera puede escribir un poema. Pruébenlo.

No necesitás estar loco ni ser talentoso. Sólo escribir sobre tus emociones.

Empecemos por aclarar: un poema no tiene por qué estar en verso. “El Principito” no está en verso; es un poema, en prosa; otros ejemplos: varios textos en Rayuela, de Cortázar, o en la obra de Octavio Paz o de Alejandra Pizarnik. A la inversa, muchas obras en verso no son poemas: desde la “Ilíada” de Homero hasta el “Martín Fierro” de Hernández.
Lo característico de un poema es otra cosa: tiene el objetivo de expresar nuestros sentimientos y pasiones, nuestra vida afectiva. Por eso nos gusta leerlos y escribirlos y cantarlos. Pero, por eso mismo, solemos encontrarnos con un inconveniente. Como las emociones son tan poderosas, y hasta peligrosas (que lo digan los estadios o los dormitorios), tendemos a reprimirlas, a no expresarlas (“no sé cómo decirte”). De ahí nuestros silencios, nuestras fórmulas salvadoras: “todo bien”, “abrazo”, “estoy como (más una alusión grosera)”, “estoy rara”, “te quiero”, “te amo”, “quedé mal”, “mi vida”, “no puedo vivir sin vos”…
Para escribir un poema hay que esquivar aquella represión y encontrar palabras verdaderas para las emociones.
Te invito a hacer un ejercicio sencillo, para que veas que esa empresa se puede ir llevando adelante progresivamente.
Primer paso: hacé una lista de palabras que expresen acciones, una debajo de la otra, en un papel o en tu pantalla. Aceptá todas las acciones que se te ocurran, por rutinarias (“comer”), raras (“amortizar”) o impresentables (“babear”) que sean. Expresálas con esas palabras terminadas en “-ar, -er, -ir”, apropiadas para este caso. Dejá la mente en blanco y andá anotando, hasta que tengas unas veinte.
Segundo paso: seleccioná, de entre esas palabras, las que nombran acciones que se podrían ver u oír o sentir con el tacto o el olfato o el gusto. Se llaman imágenes. Por ejemplo, “acariciar” o “abofetear” son imágenes; “amar” u “odiar”, no.
Ahora, elegí cuatro o cinco de esas imágenes. Sacálas de la lista, y, una por una, transformalas en frases, enriqueciéndolas como se te ocurra, y sin criticar tus ocurrencias. Por ejemplo: a partir de “pintar”, puede ocurrírsete “pintar mi casa con brochazos de barro negro” o “pintar las papas con aceite de oliva” o “pintarte una estrella azul en el pecho”; a partir de “comprar”, “comprar jabón para que resbales en tu escalera” o “comprar un bosque silencioso” o “comprarle un poncho de lana a una señora de ojos grises”. Todas las posibilidades se aceptan.
Habrás terminado con un conjunto de entre 4 y 15 frases. Elegí entre ellas no menos de 4 y no más de 8 o 9. ¿Con qué criterio? Las que más te atraigan, aunque no sepas por qué. Extractálas y copiálas juntas.
Ahora, decidí en qué orden quedarían mejor, nuevamente sin investigar el porqué. Volvé a escribirlas en ese orden. Podría resultar un texto de este tipo:

Correr al amanecer por una cordillera con nieve.
Jugar a acariciarte una sonrisa con los ojos cerrados.
Descuartizar el monstruo escondido en el placard de la cocina.
Cantar una melodía fresca y abrigada.
Ensamblar sin fisuras tablas con olor a cedro.

Primero te parecerá ridículo, luego absurdo, luego te darás cuenta de que, detrás de ese disparate, hay algo que se repite cinco veces: un deseo. En el caso de este texto, el deseo de romper una barrera y emprender un proyecto arriesgado. Has logrado, entonces, expresar un estado de ánimo; dicho de otro modo, has logrado escribir un poema.
Queda mucho que aprender, y ganas de hacerlo. Por el momento, hay una obra hecha, un camino abierto.

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