¿Cómo se logra el aprendizaje en la escuela?

¿Por qué recordamos ciertas cosas que hace 50 años aprendimos en la escuela? Y al revés: ¿por qué tenemos que volver a aprender, a veces, “cosas de un chico de primario”?

La primera condición que se necesita para aprender algo es que tengamos ganas de saberlo. Esas ganas son la manifestación del deseo de saber, fuente psicológica del dinamismo en todos los campos de nuestra vida. Podemos, ciertamente, memorizar algo por miedo, para recibir un premio o para sacarnos de encima una carga; pero todo eso no se aprende: lo iremos olvidando, lo evocaremos sin saber para qué sirve, tenderá a deformarse, o nos acechará como un mal recuerdo.
En consecuencia, un Docente bien orientado empieza por tratar de averiguar qué necesitan realmente saber sus alumnos. Si lo necesitan, es posible que lo deseen aprender ya, o que puedan darse cuenta de lo útil y placentero que sería aprenderlo.
En esta tarea de elegir qué enseñar, el Docente se encuentra con un interlocutor obligatorio, que puede convertirse tanto en un obstáculo como en una ayuda. El interlocutor es el Estado, y su mensaje: los Programas Oficiales de enseñanza. Resulta que las autoridades educativas ya se han ocupado de averiguar qué necesitan aprender sus alumnos, y prescriben al Docente una sucesión de contenidos, que deben ser enseñados mes por mes.
El Docente puede recostarse en el programa oficial, averiguar qué toca enseñar el lunes, enseñarlo sin más, y solucionar como pueda la falta de interés de los alumnos y los problemas de disciplina y rendimiento del aprendizaje que seguramente ocurrirán.
Pero también puede comportarse como un educador: tomar contenidos del programa oficial, cruzarlos con lo que sus alumnos reales necesitan, y elaborar un programa para su grupo específico de alumnos —que están en tal o cual nivel de alfabetización, que no tienen agua potable en el barrio, por ejemplo, o que, al revés, tienen acceso a la última moda en accesorios informáticos y de cualquier otro tipo; que son del país o inmigrantes; que viven en urbes, suburbios, pueblitos o lugares aislados; que pertenecen a determinadas culturas, creencias y clases sociales. También tomará en consideración el Docente el año escolar que les toca afrontar, a él y a ellos; por ejemplo, en 2019 deberían haber sido considerados, a la hora de elegir qué enseñar, una cantidad de hechos muy dispares: en Argentina, la actividad electoral, o la situación salarial y formativa de los Docentes; en Medio Oriente, la guerra; en todo el mundo, la lucha contra el calentamiento global, el descubrimiento del primer planeta con agua, los avances y conflictos en torno a la tecnología 5D en informática, o el resurgimiento de las pandemias.
Un buen programa escolar es una herramienta maravillosa, siempre que el Docente haya podido, literalmente, construirlo junto con sus alumnos, presentándoselo como una meta apetecible y haciéndolos así, junto con él, responsables orgullosos de su cumplimiento. Para que eso suceda se necesitan las primeras dos o tres semanas del año escolar: para elaborar un buen vínculo entre alumnos y Docente, y entre los alumnos integrantes del grupo. “Buen vínculo” significa, no que se hagan todos grandes amigos entre sí, sino que se hagan todos juntos amigos de la tarea: que crezca entre ellos el afecto que brota de estar haciendo algo entre todos, la affectio societatis de la que ya se hablaba hace milenios.
Supongamos ahora que, con un grupo escolar determinado, abordamos uno de esos temas del programa escolar. ¿Bajará el Docente con ese tema el lunes, como desde un paracaídas? No. Los alumnos mismos sabrán qué toca aprender, y estarán predispuestos a ocuparse de hacerlo.

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