Un buen número de políticos, o aspirantes a serlo, se plantean esa actividad como un emprendimiento económico, destinado a “salvarse”. ¿Cómo les va?
Observemos la forma como hemos comenzado a hablar cuando muy chicos.
De chiquitos, empezamos a hablar de una forma desordenada, exuberante, ilógica, a medida que empujaban los deseos y la gente que sabía hablar nos proponía palabras.
Pero entonces, un buen ejercicio para empezar a escribir podría ser reciclar esa valentía y esa espontaneidad. Ponernos cada tanto frente a una pantalla o a un papel, y escribir lo que nos pase por la cabeza en ese momento. Y no preocuparnos si nuestras palabras ya están dichas por otros: el texto será siempre original, así como el lenguaje de un nenito o una nenita siempre son diferentes al de cualquier otro.
Escribí entonces lo que te surja, sin crítica. De gramática, ortografía, estilo, creatividad, ya te ocuparás más tarde, porque vas a desear hacerlo. Y además, al cabo de un tiempo, cuando hayas escrito diez hojas o diez pantallas, volvé atrás y revisá. Vas a ver que de tanto en tanto, una página o un pasaje o una frase te parecen especialmente hermosos. Bueno: ahí están los primeros frutos de tu producción.
Hemos tardado años en aprender a hablar; bien podemos invertir años, pausados y tranquilos y placenteros, en aprender a escribir lo que realmente queremos.
Un buen número de políticos, o aspirantes a serlo, se plantean esa actividad como un emprendimiento económico, destinado a “salvarse”. ¿Cómo les va?
Muchas veces nos encontramos con personas que, aunque no se den cuenta, viven (si eso es vida) con un candado en la boca.
Los discapacitados son el espejo de cada uno de nosotros. Son la prueba viva de la limitación humana, los representantes y los símbolos de nuestra humanidad defectuosa. La diferencia entre un discapacitado y un “normal” es sólo una diferencia de grado, y a veces aparente. A veces, incluso, inversa: un “discapacitado” puede ser nuestro maestro.
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