¡Abajo la Educación! ¡Viva el negocio de la fotocopia!

Desde el Jardín de Infantes hasta la Universidad, se somete a los alumnos a la amputación de la cultura, sin anestesia y cobrándoles encima la operación.

¿Cuántos alumnos de la escuela primaria leen, entero, un libro de cuentos de, por ejemplo, Horacio Quiroga o Arthur Conan Doyle? ¿Cuántos, del secundario, un libro entero de poemas, por ejemplo, de María Elena Walsh o de Mario Benedetti? ¿Cuántos universitarios de Física o Ingeniería han leído libros enteros de Einstein, Planck o Heisenberg?
Un porcentaje mínimo.
La base es la primaria. El Docente, en muchos casos, viene alimentado a fotocopias desde el Profesorado; posiblemente, no haya podido disfrutar de un libro. O bien, cede a la ley no escrita: en esta Escuela se trabaja con fotocopias. Lo que sucede, entonces, es que, pensando en la clase de mañana, busca en algún manual con dibujitos y colorinches lo que se pueda encontrar: termina siendo un texto corto y aislado o un fragmento de un texto, que le parece “divertido” para los chicos. Hay casos más tristes: que el Docente recurra maquinalmente a las fotocopias del Profesorado, o, peor, a las fotocopias que ya se hicieron en años anteriores en su Escuela.
Acto seguido, blande su autoridad y practica la exacción: “para mañana, x pesos para la fotocopia del cuento”. Los chicos transmiten la orden. Los padres, que no conocen ni el texto ni el autor, quedan encadenados.
Reunido el dinero, el Docente entrega el original a la fotocopiadora, que puede estar en tres lugares. 1) Está en una librería cercana, que aprovecha el público cautivo y cultiva al Docente. 2) Está en la Escuela, y crea un suplemento a la cuota escolar, o una pseudocuota si la Escuela es gratuita; el Docente, allí, gana un gesto interno de aprobación. 3) Está en algún lugar desconocido, y el Docente simplemente desaparece con el dinero y aparece con las fotocopias.
Dos argumentos intentan justificar el abuso de las fotocopias. El primero: “las fotocopias son más baratas que los libros”. Nada más falso. A cien pesos por semana y por área curricular (estimación benévola), un chico pagará 3.200 pesos en el año. Con 3.200, a precios actuales, pueden comprarse por lo menos 8 libros, sin tener en cuenta los varios descuentos que se consiguen. Un libro de 300 páginas cuesta alrededor de 450 pesos, aun sin descuentos. Ese libro, fotocopiado, no sólo cuesta entre 500 y 900, sino que además no tiene tamaño adecuado, es incómodo para el acto de lectura, queda escondido entre papeles y cachivaches, se borronea, aja y rompe, y carece de datos identificatorios: las hojas que los contienen no suelen fotocopiarse.
El segundo argumento en favor de las fotocopias es falso y mezquino, y da vergüenza. Puede formularse así: un fragmento no cansa, por corto y divertido; un libro, sí, por largo y aburrido. Es que, con una fotocopia, el Docente va directo a lo que sabe y lo que quiere que los chicos hagan; soluciona la disciplina y logra un trabajo mostrable, sin mayor esfuerzo. Con un libro, el Docente tiene que trabajar: leerlo, vivirlo, interpretarlo, afrontar preguntas de los alumnos, afrontar el hecho de que el libro los lleve a todos a tareas insospechadas, afrontar el hecho de haya incógnitas en el libro que obliguen a buscar otros libros porque internet no alcanza, afrontar que los chicos interpreten el libro de diversas formas y haya que dirimir el desacuerdo, afrontar que sea aburrido y difícil al principio, y que haya que buscar la forma de encontrarle el sabor.
Un buen libro es un universo, un organismo. Es un ser humano o un grupo que nos habla, mano a mano. Una fotocopia es como un ojo o un brazo amputados. “Instrucciones para subir una escalera”, de Cortázar, puede ser “divertido”, pero sólo se entiende de veras si los chicos han leído entero “Historias de Cronopios y de Famas”. Un fragmento tampoco nos permite entusiasmarnos con la obra, y reaccionar afectivamente.
Las fotocopias despedazan y matan al libro.
Pero los que cambian a la Humanidad son los libros, no las fotocopias.

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